La nutrición y hábitat, su relación con la enfermedad y muerte del hombre egipcio ¿una visión realista?

Manuel Juaneda-Magdalena Gabelas, Fotos: Jaume Vivó – Julio de 2005

Introducción

 “(…) El niño en los brazos de su madre, su deseo es que lo alimente.” “(…) Cuando encuentra su habla, dice: Dame pan” (de las Instrucciones de Ani. Lichtheim, 1976).

De la observación de las conquistas culturales y arquitectónicas en el Antiguo Egipto se pueden colegir conclusiones un tanto desviadas de la realidad, porque no todo era exceso y dispendio para relajación del cuerpo y del alma. El eterno paraíso nilótico era un espejismo no exento de exigencias y esfuerzo para el día a día de los más desfavorecidos: una inmensa parte de la población egipcia. La realidad que vivía la familia campesina era tantas veces triste y cargada de monotonía, alejada del boato del rico hacendado y del cortesano que disfrutaba de viviendas amplias y mejor saneadas. En el aspecto sanitario, la situación era más dura si cabe, porque al país del Nilo, a sus habitantes en la inmensa generalidad de los casos, les acechaban toda serie de amenazas que no siempre venían del enemigo humano exterior.

Por tanto, conviene hacer un esfuerzo de reflexión para no caer deslumbrados y encandilados por el atractivo de tan brillante civilización, pues, el país, tenía tanto de paraíso atractivo y bíblico como de engañoso y taimado. No obstante, el escaso atractivo del hábitat y de la vivencia humana entre las gentes del populacho no impedía que una masa ingente y variada de insectos, roedores, arácnidos y ofidios, entrara huyendo del fuerte calor del mediodía buscando el prometedor cobijo hecho del humano. Entre tanto, las plagas y pestes hacían su excursión periódica diezmando por doquier la población y las cosechas de ésta: la langosta, la oropéndola, el gálgulo, etc. Qué poco tenían que envidiar en mortandad a las provocadas durante el medievo europeo.

Y es que aún más, si cabe, el hombre se encargaba de hacer la vida más peligrosa con los desperdicios y la contaminación que provocaba y que arrojaba en canales, acequias, charcas inmundas que se colmaban y se recriaban al lado de aquellos elementos de la fauna microscópica que influía tan negativamente en la salud. Las aguas, con frecuencia, eran poco saneadas y potables salvo en núcleos urbanos importantes en donde se han podido descubrir redes de canalización (Lahun, por ejemplo), por tanto de sospechosa procedencia; excepto que aquéllas procedieran de las claras y frescas corrientes del Nilo. Tan siquiera una buena alimentación podría paliar la ignorancia de estos temas.

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Fig. 1.

Los parásitos anidaban como hoy en día con tremenda virulencia bajo múltiples formas en el seno de sus aguas. Porque todos los protagonistas de nuestra escena fluvial tienen un denominador común en comparación con sus descendientes que mantienen el contacto continuado con las insalubres aguas y poco saneadas de los ríos africanos. Todos estos elementos son unos eslabones íntimamente engarzados de una cadena biológica. Todos: hombres, animales, y en definitiva el agua, conforman una unidad sin la cual  nunca se tendría visión suficientemente amplia de la realidad global de la vida en el Antiguo Egipto. (Juaneda-Magdalena, La Esquistosomiasis. Una plaga en Egipto).

En el Antiguo Egipto la esperanza de vida rondaba en torno a los treinta y cinco años, treinta y nueve para los hombres y treinta y cinco para las mujeres. La fertilidad de estas últimas, comportaba, un déficit en la esperanza vital de la madre y el niño que se compensaba con la superación de la muerte durante el parto, cuando aquellas madres lo conseguían, veían igualar a la de los varones e incluso a superarla (W.B. Harer, 1993).

El ideal de la longevidad al que únicamente llegaban los hombres tocados por la bendita mano de la sabiduría y de la fama era de 110 años. Sólo uno entre un millón consiguieron el privilegio de tan elevada edad. Y los que lo hicieron merecieron el honor de la veneración, de la deificación, y de la distinción postrera.

“Hay un burgués cuyo nombre es Dyedi, que vive en Dyesnefru. Es un burgués de ciento diez años.” (Un prodigio bajo el reinado de Keops. El mago Dyedi; un cuento del papiro de Westcar. Lefebvre, 2003).

Algunos datos permiten dar una estimación de que la esperanza de vida en el nacimiento es difícil de realizar por la observación de los restos en los cementerios egipcios sobretodo en la edad infantil porque en muchos hay una ausencia sustancial de esqueletos de niños y adolescentes. La aparente mejoría vital con el incremento de la producción agrícola estuvo en sintonía con el aumento de la expectativa de vida en las épocas dinásticas (Estes Worth, 1989).

Hipótesis

¿Se puede por tanto comprobar si las condiciones de salubridad e higiénico-alimentarias, cualitativamente deprimentes marcaron un pesado gravamen en las condiciones de vida de la población nilótica?

Discusión

Un sistema organizativo guiado por una mentalidad burocrática para la provisión de alimentos

Los clásicos nunca se cansan de expresar que Egipto fue siempre un padre generoso con sus hijos. Poco más sería si el país no hubiese seguido un orden organizativo, propio de una sociedad agraria mejor estructurada según un sistema de funcionarios estrictamente jerarquizado, basado en una provisión de fondos y bienes procedentes del erario estatal en donde habían sido acumulados los excedentarios recopilados por una eficaz recogida de impuestos. En todo este organigrama el escriba jugaba un papel fundamental en la estructura organizativa de distribución de alimentos en Egipto (Husson – Valbelle, 1998; Trigger – Kemp, 1997; Perdu, 1998; Piacentini, 1998). Conviene poner en claro que en el templo y en las fundaciones templarias –importantes centros agroalimentarios–, como en los tiempos de las ciudades en torno a las pirámides de las primeras dinastías, dependientes de las necrópolis reales, se creó, se mantuvo y se incentivó un emporio de riqueza económica sin parangón con otras civilizaciones de su área geográfica. Toda esta situación se dio al comienzo, durante, y pervivió hasta el final del dominio faraónico. En la sociedad faraónica, por la importancia de los alimentos se deduce cómo eran elementos de permuta -además de otros- esenciales en una economía basada en el trueque, y cómo no, también de los pagos del estado por un servicio realizado (Husson – Valbelle, 1998; Trigger – Kemp, 1997).

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Fig. 2.

De tal modo que, el sistema perduró intacto a lo largo de los siglos desde las épocas predinásticas hasta la administración romana cuando al país se le conocía como “El granero de Roma”; de esta manera, se proveyó a aquél con pericia de los alimentos necesarios. La organización también sirvió para solventar con autosuficiencia mediante una bien provista red de regadíos, técnicas de riego (shaduf y la más tardía noria). Con los conocimientos de agrimensura y de canalización de las aguas se aprovecharon y  se controlaron las crecidas anuales del río. Los excesos o los defectos de las riadas constantes y cronométricas del Nilo –tan impredecibles– desde el inicio de la civilización anunciadas por el orto de la estrella Sirio en el oriente marcaba el comienzo de la elevación de las aguas y el año Sotiaco. (Gardiner 1994). Por tanto, se puede decir sin ánimo de caer en conclusiones simplistas o demasiado optimistas que en general el egipcio no pasó el hambre que depauperó a otras civilizaciones.

El hábitat y la vivienda

Se asentaba la mayoría de la población sobre núcleos pequeños dispersos en las márgenes del río, era eminentemente rural, a excepción de las grandes ciudades que concentraban la riqueza, el poder político y religioso, focos de irradiación cultural antiguos desde los comienzos de la civilización (Menfis, Tebas) o en sitios donde se encontraron trazas de urbanización (Amarna, Lahun); y asentamientos de privilegio, muy especiales, como Deir el Medina para los artesanos que construyeron las tumbas de los reyes del Reino Nuevo. Habitualmente, las casas eran construidas de ladrillos de adobe secado al sol, de piso hecho de barro pisado y mezclado con paja; eran exiguas, compartimentada por habitáculos raquíticos; ventanas de vanos estrechos para impedir la luz diurna pero inútiles para la ventilación de los humos; hacinadas; separadas por callejuelas sucias, intrincadas, donde convivían los hombres, mujeres, niños; y animales, en muy estrecho contacto con los desperdicios propios, de los animales domésticos, de roedores y reptiles ponzoñosos.

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Fig. 3.

El campesino es el sufrido protagonista anónimo de esta historia tremenda de sufrimiento, de angustia diaria; de la opresión ancestral del fisco o bien del amo, cuando no también de la corvea arbitraria; al cambio de un mero salario de subsistencia que ni siquiera le serviría para no salir jamás de la pobreza; de la enfermedad; era el que más trabajaba, pero el que menos aporte alimentario recibía, y sin embargo, el que más lo necesitaba (Donadoni,  et al., 1990; Cimmino, 1991).

“Un pequeño haz de espigas al día. Por esto trabajo yo” (Tumba de Petosiris, 51-52).

La alimentación diaria

El valle del Nilo proveía al hombre de los requerimientos básicos para la supervivencia. Fue una fuente inagotable de agua fresca y pura que paradójicamente era más abundante cuando el calor del estío era más fuerte, fenómeno que originó tal sorpresa y admiración, que suscitó un enorme interés por la comprensión del entorno. La provisión de alimentos era bien rica y abundante además de variada que en potencia cubría las exigencias máximas para una nutrición satisfactoria. De entre los que la cebada y el trigo, ambos, fueron elementos primordiales; los primeros en el cultivo del hombre del neolítico egipcio. En suma, la ingesta diaria de comida durante el período dinástico estaba entre 480 y 576 gramos comparable con la de la moderna América latina (Reeves, 1992; Estes Worth, 1989).

¿Cuáles eran los alimentos que llenaban la mesa del hombre egipcio?

La buena mesa

Si se quiere por tanto conocer el ideal de una buena mesa -nunca para cualquier egipcio- baste con mirar el volumen y la variedad de los alimentos que se disponen sobre una mesa funeraria de ofrendas. La forma de preparación de los alimentos cocidos o asados, con salsas o sin ellas, aliñada o no, no desmerecería la exquisitez y el paladar exigente de un “bon vivant” o del “gourmet” más selecto de los tiempos modernos. Se ha de volver al escenario de las tumbas de los “Grandes” para ver como los cocineros se afanan en la labor de descuartizar (la tumba de Idut, VI dinastía, Saqqara; Tumba tebana de Najt de la dieciocho dinastía; entre cientos), de sazonar, o de salar los variopintos productos cárnicos o de volatería para su ingesta inmediata o su preservación. Para la preparación posterior de los ricos platos que la antigüedad supo reconocer en la cocina egipcia, cocina que como todo lo egipcio dejó también una áurea de prestigio (Wilson, 1989). El descubridor italiano Ernesto Schiaparelli (1906) encontró la tumba (TT 8) de un arquitecto en Deir el Medina llamado Ja. En su tumba, entre otras cosas, había un innumerable grupo de artículos de consumo que denotaban vestigios de la gran prosperidad económica que gozó cuando vivía. Lo más destacable, lo que más interesa, eran sus alimentos más predilectos, una serie de mesitas de fabricación rústica repletas de verduras, algarrobas machacadas, rebanadas de pan; y ánforas que contenían vino, uvas, carnes en salazón -además de otras carnes como la de pato-; y otros ingredientes culinarios, algunos pensados para un buen y exigente paladar (comino, enebro). Lo indispensable para alimentar al difunto en su larga travesía al otro lado (Reeves, 2001).

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Fig. 4.

Los alimentos de la tierra y del aire

La gente del pueblo llevaba a sus estómagos una dieta básica calórica, muy monótona, procedente de los hidratos de carbono, trigo (Triticum dicoccum) para el pan; y de cebada (Hordeum vulgare) para la cerveza. Estos productos se deglutían varias veces al día. La carne en salazón o secada a la intemperie (vacuno, cerdo, oveja, cabra), especialmente, y aún más la caza –volátiles de tan alta estima para el noble–, y el pescado en menor medida, eran un lujo del que apenas podían disponer y disfrutar la inmensa mayoría de los egipcios, y una fuente de proteínas asequible para la población aunque no exenta de tabúes religiosos para una minoría (Filer, 1995; Sánchez Rodríguez, 2004).

La leche y el queso, los huevos, la miel de abeja, el principal edulcorante de entonces; y algunos productos vegetales y legumbres en general: guisantes (Pisum sativum), lentejas (Lens culinaris), habas (Vicia faba), garbanzos (Cicer arietinum), etc.; y vegetales: apio (Apium graveolens), cebollas (Allium cepa), puerros (Allium porrum), lechuga (Lactuca sativa), rábanos (Raphanus sativus), pepinos (Cucumis sativus), ajos (Allium sativum), berzas (Brassica oleracea); o frutos: granadas (Punica granatum), dátiles (Phoenix dactylifera), melones (Cucumis melo), sandías (Citrullus lanatus), manzanas (Malus sylvestris),  uvas (Vitis vinifera), higos (Ficus carica, Figus sicomoro, etc.); y un sinfín de variedades de productos hortícolas, o de producción natural, como el papiro (Cyperus papirus y esculenta); o el loto, los cuales también eran comestibles; y de otros que sería innecesario citar por inabordable, y de los que el lector se puede hacer una idea muy amplia con la mención de los antedichos que formaban parte de la alimentación, si bien, se desconoce la frecuencia de la ingesta. De la caza de volátiles también se abastecía la buena mesa;  del cuidado de la cabaña vacuna, caprina, bovina, etc.; del cebado de las aves de corral (Tumba de Kagemni, dinastía VI, Saqqara). Todo se recopilaba y se distribuía con detalle y eficaz rendimiento (Brewer – Redford, et al., 1994; Manniche, 1999).

Los alimentos del río

De la abundancia de alimentos de origen fluvial quedó constancia en el arte funerario, claro que siempre se retrataba el ideal de una buena mesa porque si al difunto le escaseara el alimento real, por negligencia  de los vivos, siempre quedaba el recurso de lo figurativo; la magia haría el resto. Las paredes tumbales están repletas de bellísimas ilustraciones, de pasajes de pesca con variopinta cantidad de especímenes de río de toda clase: el Lepidoto (Barbus binni), el Oxirrinco o pez elefante (Mormyrus Kannune, M. oxyrrhynchus), Bolti, (Tilapia nilótica), la Perca nilótica (Lates Niloticus), el Mújol (Mugil cephalus); y entre otras variedades, el Siluro; además el pez gato, el Synodontis Betensoda, estuvo relacionado con la maternidad y los niños como consecuencia de su fertilidad (Castel 1999). Sin duda, un fiel reflejo de los alimentos del vivo.

Las Hambrunas. Un testimonio histórico

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Fig. 5.

Existe el conocimiento y la documentación de épocas de hambruna y escasez de alimentos a lo largo de la historia egipcia y en todas las dimensiones de su geografía. Es bien conocida la dependencia estrecha de aquellas difíciles circunstancias con el caudal nilótico. Como lo es igualmente la frase de Heródoto de que Egipto es un don del Nilo. De forma literaria –la estela de Sehel– aunque de período tardío, cuenta una historia supuestamente real, de una hambruna que asoló Egipto en tiempos del mítico faraón Dyeser (Reeves, 1992).

Pero también los períodos intermedios o los cambios dinásticos traumáticos, de incertidumbre a la postre, registraron algunos momentos de debilidad económica y de desgobierno que repercutieron en la carestía de abastecimiento de víveres. La hambruna se cebó siempre entre los más humildes. No obstante, debieron ser momentos extraordinarios, poco frecuentes, porque aparte de éstos, el hombre egipcio disfrutó de una cuantiosa provisión calórica, en tanto en cuanto que, si un agricultor dispusiera de un campo de 20 aruras podría alimentar a un número igual de personas y eso sin tener en cuenta las obligaciones fiscales o las pérdidas de las cosechas por parásitos (Sánchez Rodríguez, 2004; Nunn, 1996).

En las paredes de los templos o en los viaductos funerarios que comunican los templos del valle con el de la pirámide –Calzada de Unas en la necrópolis de Saqqara–, (Louvre, París, E 17381, Drioton, 1943); o en las tumbas de ciertos nobles –Anjtyfy, El Moalla–; o en aquellas donde se ven algunos boyeros caquécticos representados en las tumbas de Meir (Blackman, 1914). En todas ellas, por citar las más conocidas, se pormenoriza en detalle sobre ciertas épocas de crisis en el abastecimiento de alimentos. Sin más rodeos, en la biografía de Anjtyfy el “Bravo”, durante el Primer Período Intermedio (Serrano Delgado, 1993; Lichtheim, 1973) se enseña los aciagos momentos de penuria alimentaria por los que debieron pasar los hombres de aquellas remotas épocas. También demuestra el interés no exento de un ápice de soberbia con que algunos personajes o instituciones hicieron gala –como ha quedado reflejado documentalmente- de proclamar a la posteridad el mérito por haber mitigado el hambre de una determinada región o nomo que estuviera bajo su administración:

(…) He alimentado a los nomos de Hierakómpolis, Edfú, Elefantina y Ombos…Todo el Alto Egipto se moría de hambre, hasta el punto de que todo hombre se comía a sus hijos. Pero yo no permití que nadie muriera de hambre en este nomo.

Y es que a consecuencia de la carencia alimentaria o por el temor a que sucediera causó tanta desazón en la conciencia religiosa del egipcio, hasta tal punto, que transcendió a la literatura religiosa y sapiencial como quedó patente en -Las admoniciones del sabio Ipuwer- cuando en éstas se describen los momentos de carestía en el seno de los cambios revolucionarios que surgieron con el declive del Imperio Antiguo (Serrano Delgado, 1.993; Lichtheim, 1973).

(…) Mirad las mujeres nobles vagan hambrientas (Las admoniciones de Ipuwer, del Primer período intermedio).

Durante una huelga, la primera en la historia de la que se tiene constancia, que ocurrió a finales del reinado de Ramsés III (año 29), los salarios de los trabajadores de la tumba real (Deir el Medina) empezaron a sufrir la merma del suministro diario de bienes y alimentos como remuneración de su trabajo en la construcción de la tumba del faraón. Como ya transcurrieran varios días de retraso, cuentan las crónicas que después de una serie de infructuosas reclamaciones, el clamor de la protesta se alzó hasta los oídos de las autoridades que por fin  se avinieron a recibirlos.

“¡Impulsados por el hambre y la sed hemos venido! No tenemos ni vestidos, ni aceite para ungir, ni pescado, ni legumbres. ¡Escribid al faraón, nuestro buen señor (…) y escribid al visir, nuestro superior!” (Grandet, 1993).

Por eso no ha de extrañar que el trabajador común, el más humilde de los hijos del Nilo, no dejara de lamentarse del infortunio por el escaso aporte de víveres para el consumo familiar. En la Sátira de los Oficios que pondera en su justo término la dicha del oficio de escriba en detrimento del resto de las ocupaciones laborales, se dice del  oficio de carpintero:

“El alimento que da a su familia… No es suficiente para sus hijos” (Lichtheim, 1973).

Ni por déficit calórico proteico ni por exceso, ninguna de estas posibilidades puede compatibilizarse con la buena salud tal como se entiende en la época actual. Pero, no obstante, por lo visto, el exceso de peso no tenía el mismo sentido peyorativo. Es esta la razón por la que ha de detenerse uno en el siguiente apartado.

La obesidad. Los excesos de la buena mesa

La obesidad no es un trastorno alimentario moderno, hay razones muy evidentes para sospechar que debió ser bastante frecuente en el Mundo Antiguo; razón por la que el arte egipcio de modo singular provee de abundantes testimonios, pero también porque el estudio de los restos cadavéricos ayudan a confirmarla.

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Fig. 6.

La obesidad anuncia en el Antiguo Egipto unas veces el rango social elevado cómo ya se ha dicho, ¿pero también indica la idea egipcia aproximativa de cómo serían uno de los signos de salud? Lo que si es cierto, es que la contemplación del obeso produce una sensación de sosiego, de plenitud vital y social, de haber alcanzado una vida fácil y acomodaticia en el espectador, pero también aporta el más excelso simbolismo que se constata en las figuras andróginas de los genios de la fertilidad. La plenitud de la edad avanzada se anuncia a veces por medio del sobrepeso. Es más difícil, encontrarla en sujetos de rango inferior (el campesino o en el artesano) en los que la desnudez magra de los cuerpos conseguida por causa del exceso del ejercicio de la rudeza de la vida cotidiana es más frecuente.

La dieta diaria era entonces abundante, de calidad, variada; y en el segundo aspecto, muy bien equilibrada entre la gente pudiente. De tales virtudes, dejan firme constancia las finas figuras y siluetas de los nobles y funcionarios, pero también el exceso en el aporte calórico cebó y embutió en grasa, el cuerpo de los propietarios de las estatuas de escribas –mayormente– con sus pliegues adiposos redundantes contorneando un cuerpo sin cintura y que sobrepasan las ingles; y las caras redondas del escriba que como el sacerdote lector Kaaper “El alcalde del pueblo” o las de los ciegos que tañendo el arpa en las escenas funerarias como la del ciego –cómo ya se ha comentado– que porta una obesidad mórbida en el relieve de Neferhotep que resulta impresionante (Leca, 1988; Reino Medio, AP 25, Rijksmuseum van Ouheden), quedaron inmortalizados por paradigmas de su propia realidad física. O la generosidad de formas de un Idu (Recents Discoveries at Giza, 1925) sobresaliendo desde la pared de su mastaba de Giza; o la obesidad esteatopígica (Ghalioungui, 1.949) de la reina del país del Punt -ambos personajes vivieron y ejercieron las ocupaciones con el relajo y la comodidad propios de una vida sedentaria–; pero también es un fiel ejemplo el vientre batracial que no sólo no tiene el prurito de disimular sino que parece bien orgulloso de mostrarlo en la estela del Staatliche Museo de Berlín donde aparece con su esposa Taheri, el que fuera el escultor del faraón Ajenatón: Bek (Giugliano, 2001).

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Fig. 7.

Y es que el oficio, en un sentido ya se ha citado, sobretodo en ciertas profesiones sedentarias (el músico, el portero de una hacienda, etc.; actualmente enmarcadas entre las liberales) suelen ligarse igualmente a la obesidad. En otras ocasiones es una enfermedad específica –la ceguera– la que la acompaña como si tal minusvalía pujara en el sujeto la tendencia al sedentarismo, cosa evidente, y con ello al aumento ponderal. Como se ha dicho los ejemplos son abundantes. La estatua del escriba Mentuhotep (Louvre, A. 123) enseña una obesidad discreta, y tres pliegues adiposos debajo de unas mamas hipertrofiadas. La estatua de Sebekemsaf; de la larga túnica ceñida al máximo debajo del surco inframamario, se realza a modo de corsé la mama masculina (nº 5.801, Kunsthistorisches Museum de Viena). Los músicos que tocan instrumentos en la tumba de Nebamon (TT 65) que fueron copiados de ella por Denon; son auténticas mamas femeninas que cuelgan de sus tórax. Es obligado destacar la famosa estatua sedente del orondo pariente de Keops, Hemiunu arquitecto de la gran pirámide de Guiza, actualmente en el Museo de Hildesheim, donde se le ve sentando en sus contundentes y principescas posaderas (Manniche, 1997; Leca, 1988).

Al faraón se le representa sin embargo tan apuesto y atlético ante los dioses porque un cuerpo deforme por el exceso de grasa rompería con el decoro debido y la etiqueta obligada por el respeto; como sucede con los armoniosos de las damas cortesanas, de bustos firmes, y cadera estrecha, que denotaban no sólo una inclinación por un ideal estético de la mujer egipcia, sino también una invocación por el deseo, el gusto y la devoción de presentarse armónicos ante las divinidades, aunque en la vida real ya no poseyeran las fisonomías proporcionadas de la juventud.

Pero como en todo hay excepciones, y no podría ser otra que la protagonizada por la impactante personalidad de un Ajenatón. Un individuo del que se han dicho tantas cosas, colocadas tantas etiquetas sobre patologías abigarradas y extrañas; por lo que la de la obesidad tampoco ha de faltar en el ya enorme listado de enfermedades que se le atribuyen. Así pues, el fundador de la Paleopatología (Ruffer) no vaciló incluso en señalarlo como portador de una obesidad mórbida; donde otros pensaron que tenía una lipodistrofia progresiva (Risse, 1971).

También, fueron grandes obesos Amenhotep III y Ramsés III, Menerptah ¿qué extraño, verdad?, no obstante, por qué queda tan lejana esta irrealidad fisionómica de las finas siluetas que los visitantes admiran en sus respectivas tumbas reales. La obesidad fue una enfermedad extremadamente predispuesta y frecuente entre algunas familias dinásticas como los Ptolomeos; así se decía que la padecía el segundo y su hermana Arsinoe III; Ptolomeo IV, un rey tan licencioso incluso para la moral disoluta de la época, que languidecía en soporíferos sueños su enorme masa corporal; el abdomen de Ptolomeo VIII de tan voluminoso que era, que, le incapacitaba para andar porque sobrepasaba la amplitud de la circunferencia de dos brazos extendidos, y para cubrirlo vestía una larga túnica hasta los tobillos y las muñecas; su obesidad fue recogida en un poema del griego Constantino Cavafis:

“Most obese, slothful PtolemyPhyskon (large bubble) and due to gluttony somnolent…”

Ptolomeo X Alejandro I, igualmente, necesitaba del auxilio de dos hombres a cada costado para caminar (Michalopoulos et al., 2.003). Como consecuencia de la obesidad, la arteriosclerosis generalizada, una de las consecuencias de ésta, (ya lo era entonces como ahora) fue un hallazgo muy frecuente en los cadáveres de estos personajes: Ramsés II, Menerptah, Tiy (Willerson – Teaff, 1995; Magee, 1998).

La ofrenda alimentaria del difunto: fiel reflejo de la dieta diaria del viviente

Desde las representaciones halladas en el arte funerario egipcio (tumbas y sarcófagos, etc.) el estudioso y el curioso que se acerca desde otra dimensión a esta cultura, podrá observar como ante el difunto se colmaban las mesas de ofrendas de montones de alimentos de todo tipo, origen y naturaleza; de viandas de vacuno, cordero o de volatería; pescados, panes de formas caprichosas que se confeccionaban en moldes que les prestaban formas y diseños muy variados; de productos de origen vegetal procedentes de las fincas que les proveían de frutas y hortalizas de extraordinaria prestancia y sabor; de aceites, de clases diversas de los que se destacan los procedentes del árbol de moringa; de vinos de vid o de palma; a propósito de las cervezas -las había de diversas variedades-, no se puede dejar de destacar la importancia de un producto tan antiguo, una auténtica bebida nacional y complemento de la dieta diaria, que sin duda se podría considerar con razón como un alimento bien completo. (Loredana, 1987; Nicholson – Shaw, 2000; Lyn Green, 2002-2003; Sprague, 1990). Aunque hay que dejar bien esclarecido que se está uno refiriendo a los alimentos destinados a un personaje de posición desahogada.

Tampoco podía faltar la leche de vaca o del ganado menor. Su presencia en la dieta y la constancia y la permanencia de la luz solar hacía que el raquitismo brillara por su ausencia (Filer, 1995). Por ello nunca se han visto restos infantiles egipcios en los que se hubiera encontrado este trastorno carencial. Ni parece que a raíz de los hallazgos cadavéricos existieran deficiencias vitamínicas serias (Braunstein, et al., 1988).

Por eso y por lo expresado, el temor del hombre egipcio a quedarse sin alimento de morir de inanición traspasó el umbral de la muerte. Y por supuesto, dentro de este último aspecto, el religioso, como se comenta en uno de los capítulos del Libro de los Muertos.

(…) Yo di pan al hambriento y ropas al desnudo (Estela EA 1.783, Museo Británico, Collier – Manley, 1999).

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Fig. 8.

El temor que el hombre egipcio debió tener ante la escasez de nutrientes tuvo su trasunto funerario. En la escritura de los relieves jeroglíficos sobre las mesas de ofrendas, en los muros de sus tumbas, se pueden leer fórmulas de invocación para que al difunto, mediante la magia de la palabra escrita o ante su lectura por el visitante o también por el oficiante, no le faltara el alimento diario para el “Ka” cuando físicamente aquél desapareciera. Temor que se vería acrecentado por la pesadilla de tener que beber su propia orina; o del necesitar desesperado y perentorio de la coprofagía como bien se advierte en el encantamiento 215: “Conjuro para no comer heces o beber orina en el reino de los muertos” (Faulkner, 1994); si por un fatal destino, por el agravio del tiempo, la execración o la desidia de los hombres, se acabara con los dos mecanismos descritos.

En el capítulo 125 del Libro de los Muertos, (Faulkner RO, 1.998), ante el gran dios de la justicia y de los muertos, Osiris, en la sala del juicio en donde se decía si el difunto sería admitido entre los venerados, entre los justificados: los justos de voz; aquél, se confesaba con su propia voz, mediante una fórmula conocida como “confesión negativa”: de que jamás hubiera cometido las faltas que la moral egipcia considerara graves. Merece la pena destacar unos párrafos una alusión sin rodeos al hecho de privar del alimento a sus semejantes ni a los dioses (Serrano Delgado, 1.993; Daumas F, 1.972).

(…) no disminuí las ofrendas de los alimentos en los templos. No he destruido los panes de los dioses. No he arrebatado la comida de los espíritus… No disminuí los suministros de los alimentos.

Y de forma bien explícita continua confesando:

(…) no arrebaté la leche de las bocas de los niños.

Se constata la preocupación y el interés permanente del difunto por esclarecer los deberes alimentarios hacia aquellos que estaban bajo su tutela al fin de evitarles que el hambre mermara las necesidades del Ka. Y por ello entre otras razones se programaron los ritos de ofrendas que los sacerdotes tendrían que cumplir para satisfacerlas.

El pan egipcio: alimento primario y predisponente de enfermedad osteodentaria

La nutrición y hábitat,  su relación con la enfermedad y muerte del hombre egipcio: ¿una visión realista? (2ª parte)

Fig. 9.

Los cereales eran con los vegetales el 90% de la dieta usual en el Antiguo Egipto. De cómo se manufacturaba el pan, de la molienda del grano, junto con el polvo y la arenisca desprendidos por los útiles empleados durante su elaboración, y mezclados con la masa de harina para la confección de la pasta, la atricción provocó enormes daños dentarios en edades ya muy precoces. Con el tiempo el estado de destrucción del esmalte finalizaba por exponer la pulpa dentaria, y por consiguiente, la infección paraodontal a edades tempranas y la pérdida definitiva de la pieza (Leek, 1972; Harris – Ponitz, 1980; Rose – Armelagos y Perry, 1993; Hillson, 1993; Zakrzewski, 2000).

El enorme deterioro de las dentaduras egipcias, por consiguiente, se mantuvo persistente a lo largo de la civilización por este y otros motivos; más tarde con la inclusión de la caña de azúcar, coadyuvó a empeorar la salud dental de toda la población egipcia sin excepción de las privilegiadas.

Las atriciones dentarias en las superficies oclusivas era una afección común a todas las edades. Se ha aludido (Hillson) al débil desarrollo del esmalte dental (Hipoplasia) en relación con situaciones de estrés vividas en la infancia, vinculadas a un aumento de la morbilidad y mortalidad infantil; de este parámetro se ha servido para estudiar y valorar el alto grado de estrés en la infancia egipcia. También ocurría el efecto contrario. En muestras de esqueletos predinásticos y dinásticos de Egipto y Nubia, había hasta un 40% de Hipoplasia el esmalte, que implicaría el alto grado de déficit de salud en estas poblaciones infantiles. Parece ser que estos trastornos tienen que ver con el tiempo del destete. (Rose – Armelagos y Perry, 1993).

Las enfermedades infectocontagiosas: una lacra para la supervivencia y la calidad de vida de la población ribereña

Desde las épocas más antiguas hasta el momento presente, el hombre nilótico se ha visto amenazado y sacudido por innumerables plagas y enfermedades, muchas de ellas, todavía están presentes en el mundo actual e incluso “gozan” de gran vigencia en nuestra época: artritis; traumas con sus secuelas; tumores benignos y malignos; deficiencias nutritivas (Marasmo, Kwashiorkor), hoy en día muy en boga en lugares atacados por guerras crónicas (África), donde los niños se ven sometidos a problemas de alimentación tanto cualitativa como cuantitativamente; osteoporosis prematuras en mujeres jóvenes en relación con la dieta inadecuada unido a la lactancia prolongada que sustraía el depósito cálcico de los depauperados huesos maternos; anemias deficitarias de hierro; parasitosis; tuberculosis ósea y visceral; poliomielitis. Además de otras muchas que se haría muy fatigoso enumerar pero que todavía causan gran morbimortalidad entre la población africana como a sus remotos antepasados (Juaneda-Magdalena, La Esquistosomiasis. Una plaga en Egipto; Juaneda-Magdalena, 2000; Brothwell – Sandison, 1967).

Las enfermedades parasitarias (David, 1979) como la triquinosis, los oxiuros, los áscaris, las teniasis, las estrongiloidiasis, las bilharziasis, el gusano de Guinea, la fasciola hepática, etc., campaban por sus fueros; pero de todas ellas, la tuberculosis y la antracosis, al lado de las neumoconiosis, por inhalación de humos de la combustión en lugares cerrados y de partículas de sílice, respectivamente, impactaban tremendamente en los pulmones de los egipcios (Armelagos – Mills, 1993; Crubézy – Ludes, 2000; Harer, 1993). Aunque no se tiene certeza absoluta de la implicación de los parásitos en la antigua población egipcia, los datos modernos sugieren que eran responsables en una proporción ingente de la mayoría de los problemas de salud y aún de muerte (Filer, 1995).

Los niños estaban sometidos a influencias nocivas al igual que los padres, compartiendo las enfermedades de transmisión alimentaria de intercambio con toda la fauna que convivía con ellos: los perros, quistes hidatídicos; los cerdos, las tenias; la leche y la carne del ganado. (Sandison, 1980). Algunas de estas enfermedades todavía perviven de forma tan virulenta como en el pasado faraónico. Precisamente, las principales enfermedades endémicas en Egipto en los años noventa del siglo anterior eran como antaño: la tuberculosis, el tracoma, la esquistosomiasis, y la malaria –aunque existen pocas evidencias biológicas de que ésta enfermedad tuviera criterios epidémicos en el Antiguo Egipto, sí hay testimonios en alguna momia (Granville, 1825)– y de que hubiesen algunos casos en el pasado con idéntica frecuencia esporádica en la actualidad (Mangie, 1991; Sprague, 1990).

Conclusión

Por tanto, es muy cierto que la prodigalidad del Nilo rebajó la ansiedad de los habitantes que se acercaron al amparo de sus márgenes desde los albores de aquel momento histórico cuando en la conciencia de los hombres emergieron las ventajas del asentamiento en comunidad sobre el vagabundeo con el deseo de escapar del estrés ambiental. Al igual que el excedente de alimentos, el sedentarismo, trajo también la paz de mente, el tiempo libre para la creación, el pensamiento, la abstracción, más tiempo para la religión, para la comprensión del cosmos; los trabajos públicos, la organización de la mano de obra; las artes; y en suma, el refinamiento que despertó y encumbró a las primeras dinastías.

Si la aparente mejoría vital con el incremento de la producción agrícola estuvo igualmente en sintonía con el aumento de la expectativa de vida en las épocas dinásticas; sin embargo, los habitantes de las riberas nilóticas acusaron el lastre del hábitat (vivienda y ambiente); los alimentos mejoraron las condiciones de vida pero las condiciones en la preparación de aquéllos promovieron la morbilidad crónica e incluso la muerte de muchos de ellos como se puede corroborar tras los estudios paleopatológicos de los cuerpos antiguos de los egipcios. Se podrá por tanto comprender y concluir como las condiciones de salubridad e higiénico-alimentarias, cualitativamente, marcaron un pesado gravamen en las condiciones de vida de la población nilótica.

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