El Soberano de la vida

Manuel Juaneda-Magdalena Gabelas – Diciembre de 2000

Una revisión global histórico-artística, significado y evolución de los sarcófagos y ataúdes a lo largo de la historia de Egipto

Desde que el hombre es consciente de su existencia sobre la tierra, cuando observó que todo lo que vivía a su alrededor era pasajero y mutable, y que como él mismo sufría por la brevedad de sus vidas, pensó que el tránsito por esta experiencia vital conocida y próxima, a otra ignorada y lejana, necesitaría de una serie de disposiciones, entendiendo éstas como un viático a un mundo desconocido ante el que había que estar preparado cuando llegara el momento de realizarlo.

La toma de conciencia – Una segunda vivienda

El hombre egipcio del Neolítico como cualquier coetáneo en Europa, no entendió sólo el retorno al seno de la tierra como el regreso al útero materno, sino como una estación previa en el camino. Tal vez tomó en consideración la necesidad de buscar el principio de un nuevo renacer y el traspaso del renacido al ultramundo donde habitaban los dioses y sus antepasados humanos, allá en la estrellas.

El soberano de la vida

Como cualquier viaje, pensó que el difunto igual que en vida, precisaría de unos alimentos, de unos enseres u objetos imprescindibles que más tarde se irían completando y enriqueciendo con un ajuar cada vez más rico y complejo (joyas, figuras, armas, paletas, peines, y otros utensilios de índole personal, en fin todo lo imprescindible para un largo viaje), en relación directa con la categoría social del finado. Todo ayudaría a hacer más confortable el tránsito doloroso de este mundo al otro.

La tumba fue adquiriendo la propiedad de hospedaje (¿cómo una segunda vivienda?), pero también una cámara con la que se buscaba hallar y mantener una integridad física. Y en consecuencia con los hallazgos no tan infrecuentes de cadáveres por sus contemporáneos, en aquellos tan lejanos tiempos, cuando aquéllos emergían en perfecto estado de conservación de las profundidades de las secas y ardientes arenas del desierto, bien por la acción del tiempo cronológico, o reaprovechamiento de las antiguas necrópolis, o como por la labor carroñera de la fauna local (perros salvajes, hienas, chacales, etc.). Creyó que algo mágico y sobrenatural había en este fenómeno y presintió que no podía evitar caer en la tentación de quedar excluido de un milagro tan extraordinario.

Si los cuerpos adquirían la incorruptibilidad alojados en el interior de una mísera oquedad horadada en la tierra (El Fayum, Maadi, Merimde), por qué no mejorar a modo de desafío sus resultados en beneficios de aquéllos colaborando con el milagro de la conservación del cuerpo, construyéndole un recipiente con propiedades mágicas cuyo diseño o formato iría cambiando a merced de la necesidad de servir soporte material de textos religiosos y/o a los vaivenes de los caprichos o gustos o algo más en consonancia con su pensamiento religioso. Sin embargo, lo que nunca cambiaría es el sentido auténtico de ser: a) una pieza imprescindible dentro de la elaboración de la ceremonia fúnebre; b) una pieza inseparable de la necesidad de asegurar al difunto la conservación de su momia; c) una pieza transcendental dentro del conjunto arquitectural funerario.

La conservación e integridad del cuerpo

Dentro del contexto funerario egipcio hubo algo irrenunciable que se mantuvo siempre a lo largo de toda su cultura: la conservación e integridad del cuerpo. Un modo de ver diametralmente opuesto como más tarde se entendería en el mundo grecorromano y judeocristiano quienes no veían tan clara la obligatoriedad de tal supuesto a la hora de alcanzar la gloria de los Campos Elíseos o el disfrute del Paraíso Celestial. Jamás un miembro de la sociedad grecorromana recién llegado a la cultura egipcia, llamaría o entendería como podría denominarse a un ataúd con el apelativo de “el Soberano de la Vida”, aludiendo a su poder simbólico: “el que conserva o más bien evita la putrefacción cadavérica”; tan distinto al concepto de sarcófago, etimológicamente: “el que devora o consume la carne”. Aquí pienso que radica parte de la actitud vital ante la vida y/o muerte del hombre egipcio en referencia a otras culturas, en el sentido de que “la muerte es una continuación o prórroga de la vida” de ahí la necesidad de la incorruptibilidad, y por otra, que todos los cinco elementos constituyentes del ser hombre egipcio han de formar un íntimo vínculo.

El soberano de la vida

Mientras que el hombre del altiplano suramericano tras su deceso, era entregado a la tierra madre (entidad femenina); el hombre egipcio no veía en ella un útero terrestre pues para él la tierra no era una entidad femenina sino un concepto masculino (Geb), así explicaría su deseo de huir de “él” ascendiendo al cielo (Pet), ahora sí, concepto femenino representado en la diosa Nut, pues allí es donde moran la estrellas imperecederas o circumpolares, destino final más deseado.

Antes de entrar de lleno en la razón de ser de esta revisión veo necesaria la utilización de dos conceptos que a veces se toman como sinónimos aunque creo que son complementarios: ataúd y/o sarcófago. Se definiría cómo ataúd al recipiente de madera que contiene el cadáver respetando la forma de él cómo su segunda piel; en cuanto que el sarcófago, normalmente de piedra, albergaría al ataúd y mantendrá en casi todas las épocas un aspecto rectangular y aunque en otras los sarcófagos podrán ser de madera. En algún momento del desarrollo del tema será necesario sacrificar su diferencia, mezclándolos, en un sólo concepto para hacer su descripción sencilla y rápida.

¿Hubo cambios reales en la fisionomía de los féretros egipcios, por qué unos eran cuadrangulares o redondeados, antropomórficos, lisos, sobrios o repujados, gravados hasta la extenuación o por el contrario anepígrafos? Tal como se ha indicado anteriormente, salvo destacables variaciones, los sarcófagos mantuvieron su aspecto de forma constante cambiando únicamente el material del que estaba construido que oscilaban entre la dura caliza cristalina y el granito rojo, negro, o gris. No obstante, habría que destacar algunos cambios que se sucedieron ya de forma tardía (dinastías XVIII-XIX), cuando los sarcófagos se hicieron antropoides o bien entrada la dinastía XXVI en los que incluso éstos aumentaron de tamaño en consideración mastodóntica y en los que el tipo de material más utilizado llegó a ser el basalto.

Intentaremos, evitando caer en la monotonía de una descripción exhaustiva (aunque el tema lo requiera), pasar casi de puntillas por casi todas las épocas y estilos, apuntando aquéllos que resultan más significativos o curiosos y escapando de aquellos otros que por el hecho de ser famosos tal vez no merezca la pena ni ser citados precisamente porque son más socorridos y aludidos. Según los períodos sobradamente conocidos nos detendremos en: Periodo Predinástico, Imperio Antiguo (incluimos Primer Período Intermedio); Imperio Medio; Imperio Nuevo (incluimos Segundo Periodo Intermedio); Baja Época; Periodo Grecoromano.

Periodo Predinástico

Los egipcios del Neolítico envolvían sus cadáveres en esteras, pieles y canastas (probablemente el origen de el Tekenu proceda de estos tiempos remotos). Colocaban los muertos en posición fetal en recipientes distintos, cajas rudas, humildes, hasta míseras de barro o madera. En ocasiones, esta caja se colocaba encima cubriendo sin más el cuerpo. Como podemos comprobar apenas existe un esbozo de la idea que estamos desarrollando.

Reino Antiguo

Cuando los primeros egiptólogos llegaron a la región de Meidum donde se halla una de las pirámides de Esnofru, que ya los turcos la conocían con el sobrenombre de “falsa pirámide” (Haram el-Kadda). Encontraron a su alrededor las mastabas de los nobles, y además enterramientos en agujeros toscamente cerrados, y sin sarcófago, con la posición del cadáver contraída con la cabeza vuelta hacia el norte y con un paupérrimo y escaso ajuar (vasos de terracota). Sólo en pocos casos los cuerpos habían sido depositados en el interior de ataúdes de sicomoro, ¿qué significa esto?, pues que ya en épocas tempranas (dinastía IV) y muy seguramente, ya en el Predinástico, la presencia de ataúdes en los enterramientos denotaba una clara estratificación social. Probablemente fueran individuos con capacitación y responsabilidad distinta en su labor de servidores de la necrópolis del rey Esnofru.

Muy cerca de allí están las mastabas principescas de Rahotep y Nofret y de Nfermaat, su mujer Itet (coetáneos de Esnofru), Sería interesante detenernos un poco en las circunstancias de cómo se encontró el cadáver de Nefermaat. En el suelo de la cámara de enterramiento se encontró el ataúd de madera roto y los huesos desperdigados y fragmentados de su momia, la cabeza separada del tronco colocada a cierta distancia y envuelta cuidadosamente en varias vueltas de lino, entre las vendas había una sustancia marrón verdosa (¡restos de piel!); ¿es qué todavía se practicaban desmembramientos rituales propios del neolítico bien entrada la dinastía IV, o simplemente se intentaba rememorar ceremonialmente la segmentación del cuerpo recordando lo sucedido a Osiris en manos de su hermano Seth?

Puesto que durante el Imperio Antiguo se consideraba a los ataúdes como una especie de “moradas de difuntos”, un simulacro de la que dejaran en vida, no debe extrañarnos que aquéllos tuvieran una forma rectangular imitando las fachadas palaciegas con sus entrantes y salientes, remedo en piedra de trenzados vegetales y esteras, falsas puertas y ornamentos florales semejantes a los empleados al fabricar sus casas de adobe.. Los más antiguos son los encontrados en GIZA (dinastía IV) y también los podemos encontrar de madera de esta misma época. Las tapaderas eran tan sumamente pesadas que para ser colocadas se necesitaba de la ayuda de sogas que se pasaban por agujeros hechos a tal efecto.

El soberano de la vida

Uno de los sarcófagos más interesantes perteneció a Teti (dinastía VI), y no es menos, pues es el primero (qué se sepa), que presenta textos gravados. La forma y el aspecto es común con los de su época , está tallado en granito negro. La cubierta es ligeramente convexa en su parte central. Los textos que son lo que posiblemente más nos interesa, se observan en el exterior de la parte convexa distribuyéndose sobre una banda dorada pegada en la superficie. Pero los textos también continúan en el interior para que también los pudiera leer el difunto, aquí por el contrario, aparecen repartidos en líneas horizontales en el fondo mientras que en los lados mayores se dirigen hacia el norte donde reposaba la cabeza del rey. Finalmente, en las caras menores, siguen un trayecto vertical.

No podemos dejar de mencionar aunque sea de pasada el sarcófago de Micerino sumergido frente las costas de Cartagena que semejaba un pequeño edificio.

También recordamos el de Raver, cortesano de Neferirkare (dinastía V). Merece también que recordemos el sarcófago de Unas (dinastía V). Está tallado en basalto y sin embargo, estudios recientes demostraron que la tapadera y la cuba del sarcófago son de “gres” muy similar al que se encontró en las minas de Wadi Hammamat. Vamos a hacer una referencia anecdótica sobres este material. Los antiguos egipcios lo llamaban “Bekhen“, según parece le concedían un cierto valor profiláctico, ¿por qué era esto?, su color sombrío gris oscuro, virando a negro, era la llamada al Renacimiento póstumo (no debemos olvidar el simbolismo de los colores fundamentales para ellos en especial el color negro) y a la Preservación eterna. Además su composición está mayoritariamente constituida de granos de cuarzo y arena. Ahora bien, no debemos olvidar que ya antaño, ésta era ya conocida por sus propiedades conservantes, y desde luego, va ligada también metafóricamente a los torbellinos de arena provocados por las ráfagas de viento cálido que las arrastraban al cielo.

Durante la crisis del primer periodo intermedio y en consecuencia con los cambios sociales que se sucedieron, se asumió por parte de los particulares, la adopción de prerrogativas fundamentalmente religiosas, aunque desde luego también de otra índole, propias hasta entonces del soberano, lo que propulsó una especie de democratización de las ideas y del pensamiento religioso fundamentalmente, y hasta de una revalorización del ser humano dentro su propia autoestima y consideración que marcó un hito referencial en la historia de la humanidad y de la propia intrahistoria Una de estas consecuencias sería la divulgación de los textos funerarios-piramidales (totalmente herméticos) otrora secretos y reservados, que pasaron a ser del dominio público gracias a su impresión en las paredes de los sarcófagos de épocas posteriores.

Imperio Medio

Como los textos de los ataúdes eran tan abrumadamente extensos para una superficie de por si limitada, se decidió traspasarlos al papiro, dándoles mayor soporte y extensión con ilustraciones en forma de “viñetas” lo que mas tarde se conoció como “el libro de los muertos”. Tenemos un ejemplo ilustrativo en el ataúd perteneciente a Gua (British Museum), y como no, en el rollo de papiro ilustrado más antiguo de la época (Sesostris I).

ataud

En esta época, muchas veces el protagonista más utilizado era el dios Shu (el primer dios creado después de Atum), pero esta primacía no explica por qué se citaba más frecuentemente que al mismísimo Osiris, posiblemente como dios del aire por su papel de soporte del cielo y su función de intermediario entre el dios Geb (tierra) y la diosa Nut (cielo). Precisamente, esta referencia explicaría la necesidad de identificarse con él: “Yo soy fuerte tal como Shu es fuerte… estoy bajo la cubierta del cielo”. O buscar su patrocinio en una época en la que comenzaba a desarrollarse popularmente los ritos de Osiris.

El soberano de la vida

Durante el Imperio Medio los ataúdes de madera tenían forma rectangular y un abundante material decorativo en el interior y el exterior. En el interior, normalmente se muestra al difunto en actitudes similares que en las paredes de las cámaras funerarias, “viviendo” los aptos que desarrollaba cotidianamente cuando estaban en el mundo de los vivos. De este modo, enseñan un inestimable valor documental para el estudio de las costumbres del periodo.

Otro rasgo común era el doble ojo Wdyat u ojo de Horus. En el exterior del ataúd donde se colocaba la cabeza, se pintaba para que el difunto pudiera ojear a su través al exterior orientando la mirada hacia el levante y no al poniente, por extraño que resulte; la razón sería la de mantener el contacto visual con las cosas familiares que saborearon durante sus vidas, o algo más factible, que el sol se levanta en el lugar hacia donde el difunto mira, y por tanto así, dar cumplimiento al deseo de observarlo en su ciclo diario, eternamente.

Cada elemento del ataúd tenía su correspondiente identificación con una deidad a la que se nombraba por el poder de la invocación dentro del ritual funerario. Así que no era infrecuente leer fórmulas tan conocidas (hotep di nesw : ofrendas que el rey concede…), solicitando (el favor real por mediación de Osiris o Anubis), de abundante y segura provisión de alimentos y un feliz enterramiento.

No es infrecuente ver en estos ataúdes del Imperio Medio a la diosa Nut en la cara interna de sus tapas, con ello los deseos del difunto se veían satisfechos cuando en su representación, la diosa, deglutía el sol en una escena eternizada por el dibujo, viéndose así involucrado mágicamente en el ritmo cíclico de volver a renacer cada mañana en un nuevo día. ¿Cómo no sentirse seguro en el “amanecer en un nuevo día” ante una visión que se suponía permanente en la pintura del ataúd?

De las dinastías XI y XII tenemos ejemplos bellísimos en las necrópolis de El-Bersha, Meir, cuyos ejemplares se encuentran en el Museo Británico, también los de Beni Hasan tienen las mismas características, pero son más pequeños. Por su riqueza documental y de colorido, tal vez merezca la pena, detenernos en los bellos trabajos descubiertos en estos lugares.

El soberano de la vida

El ataúd de Djehutinakht, de madera de cedro, conserva un color rojo pardusco hermosísimo y abunda en escenas de ofrenda muy elaboradas. El difunto está sentado mientras un sacerdote le ofrece comida, y detrás de esta escena, una falsa puerta decorada con un detalle minucioso. Podríamos decir otro tanto del de Khnumhotep (Meir), actualmente en el “Metropolitan Museum of Art de Nueva York”, o el de Senbi, o también el de Sepi, éste presenta una curiosidad, se trata del “Texto de los Caminos” que servía de guía para el otro mundo; sus dibujos son muy interesantes, es como la vista aérea de un campo de fútbol con Osiris en el centro del césped con la corona Atef y el cetro was (mano derecha) y el signo ankh (mano izquierda); en el trono se lee: “millones de años”.

C. Desroches-Noblecourt sobre algunos de los ataúdes de esta época hace mención como en sus partes interiores, sobre todo en la cubierta, estaban adornados de auténticos calendarios con los tres decanatos de que constaba cada mes. Como ejemplo tenemos el sarcófago de Idy en el que además se observa la Osa Mayor, Orión y Sotis (Sirio).

Deir el-Bahari nos muestra dos bellos ejemplares de la dinastía XI cuyas dueñas eran dos de las esposas de Montuhotep Nebhepetre. Son los sarcófagos de: Kawit y de Ashait. El primero, de piedra caliza, destaca por la seguridad de los perfiles y líneas de contorno lo que da dinamismo a la narración de los gestos. Presenta escenas de acicalamiento en las que la dama es servida gentilmente por unas criadas y por un funcionario que le dice con cortesía estas augurales palabras: “para tu Ka señora”. En otra escena complementaria de la anterior, no menos delicada, una vaca está siendo ordeñada mientras su ternero permanece atado alejado de las anheladas ubres, mientras su apenada madre, no puede reprimir una lágrima que cae blandamente por su mejilla. En otro momento, otra sirvienta le ofrece un vaso de ungüentos y la abanica suavemente con un ala de ganso, y al mismo tiempo Kawit, aspira con deleite el aroma del loto, símbolo de la vida. La dama lleva un hermoso, sugerente, largo y ajustado vestido de tirantes y un chal la cubre delicadamente por encima de sus hombros, todo ello, adornado con collares, pulseras y ajorcas en los tobillos que satisfarían los deseos de cualquier mujer refinada de cualquier época.

Ashait era la segunda esposa de Montuhotep y parece que falleció a la temprana edad de 22 años. Los diseños en bajo relieve como el anterior, la muestran degustando un ánade que un sirviente le elige de una mesa de ofrendas, y como en escenas casi similares al anterior ejemplar, aspira también el loto de la vida.

Imperio Nuevo

Como resultado de aplicar la “máscara funeraria” (lienzo estucado y pintado que cubría bien sólo el rostro o bien el cuerpo entero, y cuyo método ya se conocía en el imperio antiguo pero que empezó a desarrollarse en el imperio medio, y donde se pintaba el retrato para colocarlo encima del rostro), surgió el ataúd antropomórfico o Rishi, denominado así por el resultado de ver como las alas doradas desplegadas del halcón divino Horus, o también Isis, envolvían el cuerpo del difunto representado en la cubierta del ataúd en toda su largura; a la altura del tórax se pintaba la diosa buitre con las alas igualmente separadas para proteger el corazón del difunto (más tarde sustituida por Nut). Son de una belleza extraordinaria y casi todos los museos de arte egipcio poseen dignos ejemplares. Muchos de ellos están dotados de magníficos rostros con pesadas pelucas, con finas pinturas en las que sobresalen dioses adorados por el difunto en actitud orante; impresiona ver todavía, hoy en día, la viveza de los colores delicadamente depositados sobre la superficie estucada a la que se adhieren incrustaciones de lapislázuli, oro, cornalina, pasta vítrea, y esmeraldas; armonía perfecta, sincronía de color, de escritura y de viñetas que pugnan con cortesía (es cómo si conocieran la evidencia de su función sagrada) por encontrar un espacio a veces limitado, tanto en el interior como en el exterior.

El soberano de la vida

Sabido es que los ataúdes de los grandes faraones del periodo fueron introducidos en grandes sarcófagos de piedra, no podemos dejar de admirar los de Tutmosis I de arenisca cristalina roja; los de Horemheb y de Ay de granito, éste último que apareció roto (hoy reparado), es similar al de sus predecesores, en tanto que el de su sucesor, bellísimamente decorado, muestra una similitud impresionante con el de Tutankhamón, de cuarzita roja y de decorado espléndido con las imágenes de las diosas protectoras funerarias en sus aristas con las alas elegantemente abiertas y maternalmente protectoras, y una cornisa moldurada, típicas ambas, de la influencia amárnica en decadencia. Otro sarcófago antropomórfico de caliza (Museo Soane de Londres), cuyo dueño era Seti I, encontrado por Belzoni (el gigante polivalente de Padua) donde se observan los textos del “Libro de las Puertas” y el tránsito de Ra por las doce horas de la noche.

Ejemplo particular de la dinastía XVIII, son los sarcófagos de Yuya y Tuya (Valle de los Reyes), padres de la reina Tiyi y esposa de Amenhotep III. Sus momias encontradas a principios de siglo, se hicieron famosas por el extraordinario estado de conservación en que se encontraron; estaban depositadas sobre sendos ataúdes externos de madera que a su vez lo estaban sobre trineos.

A medida que iban sucediéndose las dinastías de este periodo la forma de los sarcófagos fue modificándose para irse adaptando hacia un nuevo aspecto antropomórfico y casi monumental. Y con el advenimiento del simbolismo solar consiguió gran protagonismo la imagen del escarabajo con el disco solar entre las patas delanteras.

Entrados en la dinastía XX, las tapas se hicieron con unas características muy fáciles de definir incluso para aquellas personas que no estén muy avezadas en este tipo de análisis. Frecuentemente se esculpían en relieves que representaban la fisonomía del faraón muerto con la típica barba postiza osiriana, amuletos djet, y el símbolo de Isis. En el museo Fitzwilliams de Cambridge encontramos la tapadera del sarcófago de Usermaatre-Meriamón-Ramsés III cuyo contorno remeda el perfil de un “cartouche“. Parece como si la figura del rey saliera a través de una losa de granito acompañado de las diosas Isis y Neftis (que recuerda las famosas tríadas de Micerino).

En la tumba de Sennedjem (TT 1), “servidor del lugar de la verdad” (poblado de Deir el-Medina), se encontró la momia de su hijo Khonsu dentro de un sarcófago de madera rectangular, de cornisa cóncava, sus pinturas denotan una imitación calcada de la escenografía que ornamenta las paredes de su entorno. Anubis cuida la momia, el difunto juega con el tablero de damas y mientras, dos pájaros ba, vigilantes se posan en la reproducción de la tumba.

Baja Época

Los sarcófagos de este periodo se distinguen por ser un excelente soporte para las representaciones en relieve. Formas rectangulares configuradas en materiales duros como el basalto (verde, negro) o en piedra jaspeada, pulimentados hasta el hastío dejando una superficie tan brillante que casi parece refulgente y reflectante de modo que ayuda a reflejar la imagen del observador. En el exterior se suele esculpir la efigie del propietario y la diosa Nut y/o la diosa Hathor de el occidente, en el interior. Los textos pecan de ser recargados y repetitivos, carentes de originalidad, con tendencia abusiva a imitar los periodos de un pasado esplendor particularmente el del imperio antiguo, por eso se le ha dado en llamar: “periodo seudomenfita”.

El soberano de la vida

El sarcófago de Ankhnesneferibre, “esposa divina de Amón” (Museo Británico), es uno de los más conocidos de la época. Se manifiesta la propietaria con todos los atributos de su rango: una peluca en la cabeza cubierta con plumas de buitre y encima coronando estos aditamentos ornamentales, cuernos, plumas, y un disco solar; en las manos porta el cetro y el flagelo. Lo más interesante y peculiar son los pliegues claramente horizontales del vestido en vez de verticales ya de por sí una auténtica rareza.

El sarcófago de basalto de Sisebek, en el mismo Museo Británico, “visir del Norte”, espléndidamente labrado, su cabeza viste una peluca estriada y de su pecho pende un collar formando círculos concéntricos. Las manos apenas esbozadas parecen huir tímidamente de la tapa cómo si ésta pretendiera con una débil oposición volverla a introducir en el seno de la materia de la que en su día el artista la liberó a golpe de su cincel (parece ser una de las características de la época). En el centro, un relieve de Nut, como siempre, domina con sus alas abiertas el inicio del texto que a dos columnas, hace referencia a las fórmulas de ofrenda, nombres y títulos del difunto. Cómo detalle curioso y pintoresco hacemos alusión al sarcófago de un “enano bailarín” Puoinhetef (Museo de El Cairo), de aspecto acondroplásico, quien quiso satisfacer el deseo de verse representado bailando alguna exótica danza ritual sobre la tapa de su sarcófago de granito gris.

Periodo Grecorromano

En este tiempo, la madera fue la materia prima principal con la peculiaridad de que hasta llegó a sustituir al propio ataúd, normalmente se colocaba el cadáver sobre unas tablas de dimensiones bien determinadas, acto seguido, se envolvía con una rígida envoltura confeccionada con lino estucado a la que se le daba forma; además sobre el propio rostro, se sobreponían otras máscaras de madera o cartón coloreadas y pintadas a la cera o al temple, eran o más bien son auténticos retratos con claros contrastes tonales claroscuros más de acuerdo con la escuela retratística helénica que a la propiamente egipcia. Pertenecen a la época los famosos “retratos de El-Fayum”. En el Museo Británico tenemos una muestra ejemplar en el retrato de Artemidoro (siglo II d.C.), encontrado en Hawara.

También se dieron con frecuencia en el interior de los sarcófagos representaciones con signos zodiacales que bordean el cuerpo en hiperextensión de Nut (Petamenofis). También señalamos el sarcófago de un tal Soter de la misma época.

Consideraciones finales

Despierta sentimientos de ternura, al imaginar cómo los cuerpos de los dueños y dueñas que “habitaron” algún día estas pequeñas moradas de vida eterna, no sólo fueron propiedad de monarcas poderosos sino también de nobles, funcionarios, escribas, sacerdotes, artesanos, militares,…etc., pero también de gentes sencillas, personas de rango inferior a veces miserables, que tras una vida llena de fatigas, lucharon con denuedo, con mérito, para ser dignos de la dispensa de un honroso funeral.

Resulta paradójico (al menos esa es mi impresión de aficionado a la egiptología), que estos “habitáculos” hechos para albergar un cuerpo incorrupto, se hayan mantenido prácticamente intactos, por lo menos los que han llegado hasta nuestra época, claro, hasta con cierta fortuna. Mientras que sus contenidos fueron aniquilados, olvidados por la iniquidad del tiempo o por el ultraje irrespetuoso de los saqueadores de la antigüedad, que en todas las épocas no cejaron de profanar a sus propios antepasados; o los modernos, que a veces con la falsa etiqueta de arqueólogos hicieron otro tanto, sino movidos por la codicia o la necesidad cómo aquéllos, sí por el impulso de una notoriedad pasajera o lo que es casi peor por una nula preparación científica, destrozaron conocimientos ya irrecuperables. Afortunadamente aquellos tiempos casi pertenecen a la prehistoria de la Egiptología.

Ahora admiramos las bellas formas de los ataúdes y de los sarcófagos, tan humanas y cercanas y al mismo tiempo tan “divinas” por su simbología; pero “ellos”, los antiguos egipcios, que debían leer e interpretar las viñetas sagradas en la intimidad oscura del ataúd, para ser leídas en la eterna soledad, con el consuelo de sortear con tales señales los impedimentos que se encontraran en el largo periplo hacia la eternidad, nunca hubieran sospechado su triste final, y éste ¿cuál sería?: ¡qué iban a ser objetos de admiración y veneración de estudiosos y profanos en los museos del futuro, ¡algo tan profundamente alejado de sus primitivos deseos!

Después de lo escrito antes, no puedo dejar de concluir esta revisión, sin hacer alusión a los “Cantos del arpista” originarios de la tumba del rey Antef, mezcla de ironía y escepticismo, como si intuyeran el triste final del destino esbozado en el párrafo anterior, pero también es un cántico al amor de la existencia y al deleite de la vida con unas pequeñas gotas de desesperación: una especie de sombra de duda sobre la posibilidad de que no exista el “otro lado” puesto que nadie ha regresado del “más allá” para contárnoslo.

…”pasa una feliz jornada
no languidezcas en ella.
Mira, nadie puede llevar cosas consigo.
Mira, no hay nadie que haya partido
(y después) haya regresado.”

Bibliografía

  • Archeologia, Número especial, Nº 95. Juin 76 “Ramses II au grand Palais”.
  • Revista de Arqueología, Nº 183, Julio 96. Egipto: dinastía 0.
  • Les Dossiers d’Archeologia, Nº 146-147, Mars-Avril 1990, pp. 74-75.
  • Archeologia, Nº 308 Janvier 1995, “Le sort étonnant des momies depuis de l’antiquité”.
  • A.M. Donadoni, Civilización de los Egipcios. Las artes de la celebración, Electa, Milán, 1989.
  • Lise Maniche, El Arte egipcio. Alianza Forma, Madrid, 1997.
  • Ch. Desroches-Noblecourt, “Le Zodiaque de Pharaon”, Archeologia, Nº292, Julliet-Aôut 1993.
  • J. Narváez Calero & J. Álvarez-Mon, “Museo del Louvre: sección egipcia”, Revista de Arqueología.
  • Les Dossiers d’Archeologia, Nº180, Mars 1993, “Amenofis III. L’Égypte à son apogée”.
  • J.M. Serrano Delgado, Textos para la historia antigua de Egipto, Cátedra, Madrid, 1993.
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