El escritor Antonio Cabanas novela la vida de la faraón de la dinastía XVIII cuya memoria fue borrada por sus enemigos tras su muerte.
Fuente: El Español – 11/06/2019
Tutmosis I, el tercer faraón de la XVIII dinastía, expandió las fronteras del Imperio Nuevo de Egipto hasta límites nunca alcanzados. Sus ejércitos llegaron, al sur, hasta la cuarta catarata del Nilo, en lo que hoy es Sudán; y al noreste, hasta los dominios del reino de Mitania, en la actual Siria, a orillas del Éufrates. Y allí donde alcanzaba su territorio, se dice que el rey de las Dos Tierras ordenó colocar unas telas gigantescas para materializar el resultado de sus conquistas.
Fue Tutmosis I un faraón guerrero, condición que heredaría su nieto Tutmosis III, a quien algunos han bautizado como el Napoleón egipcio. Pero entre los reinados de ambos, en el siglo XV a.C., se produjo una completa anomalía en relación con las creencias y las tradiciones del Antiguo Egipto: gobernó una mujer. “Y no solo eso, lo hizo 22 años ella sola; pero es que además fue un periodo de bienestar, paz y prosperidad como nunca se había conocido”, cuenta el escritor y egiptólogo Antonio Cabanas.
Ella fue Hatshepsut, la que está al frente, la más noble de las mujeres. Se rebeló contra todo y contra todos para sentarse en el trono de Horus, pero no lo hizo como usurpadora, sino porque le correspondía por derechos de sangre: era hija legítima de Tutmosis I y su esposa principal, la reina Ahmose Nefertari. Nada más cumplir la veintena fue nombrada reina, aunque como resultado del enlace con su hermanastro disminuido Tutmosis II, que moriría tras poco más de tres años de reinado.
Se abriría entonces una continua pugna entre los partidarios de Hatshepsut, encabezados por el clero de Karnak y su líder Hapuseneb, el primer profeta de Amón, y los de Tutmosis III, hijo del faraón y una concubina que no tenía ninguna relación con la realeza —Hatshepsut y Tutmosis II, nueve años menor, no llegaron a tener ningún descendiente varón—. Y todas esas intrigas de poder que tuvieron lugar hace más de 3.400 años constituyen la columna vertebral de la última novela de Antonio Cabanas, Las lágrimas de Isis (Ediciones B).
“Hatshepsut es un personaje extraordinario, que me atrapó”, relata a este periódico el también autor de bestsellers como El ladrón de tumbas o El camino de los dioses. “Tuvo capacidad política, coraje, determinación y una gran astucia para poder alcanzar el poder. Fue una reina que solo deseó la paz y hacer que su pueblo prosperara: bajo su reinado hubo muy buenas cosechas, organizó administrativamente el país, lo hizo más justo e incluso modernizó el ejército”.
El amor con Senenmut
Maatkara, nombre con el que gobernó, dejó un inmenso legado arquitectónico: la Capilla Roja del enorme templo de Amón en Karnak, los obeliscos más grandes que jamás se habían visto en Egipto y, sobre todo, su templo funerario, conocido como Djeser-Djeseru, ‘el sublime de los sublimes’, construido por el arquitecto Senenmut. Este fue un apoyo fundamental para Hatsehpsut, el artífice de la buena marcha del país en ese periodo, un estadista con más de noventa títulos: gran arquitecto real, jefe de los aposentos reales, superintendente de palacio, mayordomo de la esposa del Dios…
En su novela, de ritmo trepidante, que invita al lector a recorrer la esencia del Antiguo Egipto, Cabanas ficciona la relación amorosa entre Hatsehpsut y Senenmut que la historia no ha querido reconocer a pesar de que existen “claras evidencias”. El “gran amigo único de su amada Hatshepsut”, según quedó escrito en distintos textos, aparece representado en muchos monumentos con el mismo tamaño que la reina; es decir: estaban al mismo nivel. “En mi opinión y en la de otros investigadores hay pruebas irrefutables de que los hijos que tiene ella son de él”, añade el escritor citando las sesenta representaciones del arquitecto en el templo de Deir el Bahari.
Lo cierto es que a Hatshepsut, que en las ceremonias públicas adoptó los atributos de faraón —barba postiza, el tocado nemes o la falda shenti— para mostrarse como único soberano de Egipto, siempre le ha acompañado el aura de usurpadora, de mujer ambiciosa que le quitó el trono a su sobrino Tutmosis III —este fue nombrado faraón con 4-5 años, a la muerte de su padre, con lo que Egipto tuvo dos faraones, aunque Hatshepsut, que técnicamente era regente, logró gobernar por su cuenta—.
Portada de ‘Las lágrimas de Isis’
“Ella se hizo con el poder a pesar de todos los poderes que se le oponían”, añade Cabanas, que no abandona su costumbre de escribir sus libros a mano y luego dictarlos a un mecanógrafo. “E incluso podía haber perseguido a su sobrino, le hubiera resultado fácil acabar con él, pero fue respetuosa con las decisiones que se habían acordado, una luchadora”, continúa descartando las teorías que dicen que Hatshepsut había abusado del pequeño Tutmosis III para asaltar el trono. Ella se coronó rey del Alto y Bajo Egipto simplemente por derechos de sangre: Tutmosis III no dejaba de ser el bastardo de un rey que también era ilegítimo.
Tras la muerte de Hatshepsut, Egipto retomó sus ansias guerreras de la mano de Tutmosis III; y, al final de su reinado, arrancó un proceso de borrado de la memoria de su predecesora con el destrozo de estatuas y monumentos. La figura de Hatshepsut fue perseguida por sus enemigos contemporáneos y, sobre todo, por tres faraones concretos: Akenatón, el rey hereje, Seti I y Ramsés II. “No querían que hubiera jamás una mujer en el trono, que se repitiera un caso como este”, explica Cabanas. Él viene a ponerla en valor en la coyuntura precisa: “Con esta novela he querido dar otra idea de esta mujer que fue la reina más grande de todo Egipto”.
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